IES
N° 2 “MARIANO ACOSTA
Postítulo
en Literatura y Artes Audioviduales -2017
Asignatura:
NARRATIVA II
Profesor:
OCANTOS Hernán
TRABAJO FINAL
1.- ENTRE RICOEUR Y DOSTOIEVSKY
2.- LOS CHICOS SE
ASUSTAN
Ana Lía Porreca
ENTRE RICOEUR Y DOSTOIEVSKI
Si
el título “La vida: un relato en busca de narrador” guardase, tal como así parece, un significativo paralelismo con los Seis personajes en busca de autor, de
Pirandello, podemos deducir que estamos frente a la necesidad de encontrar
algún o algunos responsables, de los hechos ficcionales o literarios así como
de la relación que éstos puedan tener con la experiencia viva de sus autores y
lectores.
Parte
Ricoeur de una paradoja, sobre la que espera demostrar su falsedad: “las
historias se cuentan y no se viven; la vida se vive y no se cuenta”, y para
ello propone analizar el acto mismo de relatar.
Nosotros
hemos elegido, como aspecto ilustrativo del desarrollo ricoeuriano, un pasaje
de Memorias del subsuelo, de
Dostoievski; precisamente, el que corresponde al apartado I de “A propósito de
nieve derretida”.
En
primer lugar Ricoeur define y titula como I.
El proceso estructurante de la intriga,
a una síntesis de elementos heterogéneos que en ella se
encuentran:
1) Entre
los acontecimientos e incidentes múltiples y la historia completa y una. Así,
nuestro pasaje de las Memorias, constituye en sí mismo un relato dentro del
relato, con principio y fin, pero con efecto hacia la intriga mayor por cuanto
nos va delineando aspectos de la personalidad y del proceder del protagonista.
2) Entre
componentes heterogéneos como: circunstancias halladas y no deseadas, encuentro
por azar o buscados, amores en conflicto o en colaboración y otros. A estos
sucesos Ricoeur los denomina concordancias discordantes –o a la inversa-,
porque son discordancias que van a formar parte de la totalidad concordante del
relato.
Una noche, al pasar
ante un pequeño restaurante, asistí, a través de las ventanas iluminadas, a una
batalla entre jugadores de billar […] entré a la sala […] Me había situado
cerca de la mesa de billar y, como no conocía nada del juego, estorbaba a los
jugadores. A fin de poder pasar, el oficial me puso las manos en los hombros y,
sin la menor explicación, sin decir nada, me apartó. Luego pasó como si yo no existiese.[1]
3) Entre
dos clases de tiempo:
-
aquello que pasa y desaparece, por
ej. la sucesión de incidentes.
-
aquello que dura y
permanece; la integración temporal de toda la historia.
Respecto de nuestro ejemplo, el episodio no ocupa más de tres páginas,
el conflicto para el protagonista duró…varios
años, pero cuando nos lo relata dice
que sucedió hace catorce. Por otro lado y a la vez, el acontecimiento integra
el tiempo global de las Memorias.
Observemos
la cita siguiente:
¡Oh,
si ese oficial hubiese sido de los que aceptan batirse a duelo! ¡Pero no! Era
precisamente uno de esos señores (¡ay! Este tipo ha desaparecido hace mucho
tiempo) que prefieren servirse de los tacos de billar o bien quejarse a sus
jefes […] consideraban el duelo una inconveniencia, una moda francesa, algo
propio de los espíritus liberales. Pero esto no les impedía, especialmente
cuando eran altos y fornidos, insultar pródigamente al prójimo.
No
fue el temor lo que me hizo marcharme, sino la vanidad. […] No fue el valor
físico lo que me faltó, sino el valor moral: resultó insuficiente. […] temí que todos se rieran de mí”
Aquí
encontramos el primer corolario epistemológico que Ricoeur establece para la
intriga: el estatuto de inteligibilidad, para el cual se apoya en los
universales aristotélicos, según los cuales toda historia bien contada enseña
algo, depende de anécdotas, se halla más cerca de la sabiduría práctica y del
juicio moral que del uso teórico de la razón, propone relacionar la ética
humana con la felicidad o la desgracia, es decir con la phronesis griega o la
prudentia latina.
El
segundo corolario de Ricoeur dice que la narración tiene su propio esquema
tradicional, y que la tradición se constituye con dos tipos de factores: de
innovación y de sedimentación. Una vez que los factores de innovación
sedimentan, pasan a formar parte de la tradición para dar lugar a otras
innovaciones. Si bien Dostoievski es un autor del siglo XIX, y el monólogo
interior fue una innovación que se afianzó en el XX, encontramos en las
Memorias breves pasajes donde se lo utiliza:
“¡Ahí viene! ¡Esta vez todo saldrá bien¡ ¡Chocaremos! Pero ¿qué he
hecho? Le he cedido el paso una vez más, y él ha pasado sin prestarme ninguna
atención.”
En
II. Del relato a la vida,
Ricoeur propone revisar los dos términos de la paradoja inicial. Para ello nos
dice que “el sentido o el significado de un relato brota en la intersección del mundo del texto-un
universo nuevo-, con el mundo del lector –imaginativamente
abarca el de la obra y el suyo propio real.
El
lector se ubica en el punto de unión entre la configuración interna de la obra
y la refiguración externa de la vida. Por ello la intriga de la obra se cierra
cuando el lector realiza el trabajo hermenéutico o de interpretación.[2]
Dice Ricoeur que las historias se narran pero también se viven en el modo de lo
imaginario.
La literatura hace eso: le da, al lector, un nombre
y una historia, lo sustrae de la práctica múltiple y anónima, lo hace visible
en un contexto preciso, lo integra en una narración particular.
(Piglia R. 2005: 25)
Teniendo
en cuenta el texto de Dostoievski, encontramos constantemente apelaciones al
lector, inclusive a los puntos de vista u opiniones que pudiera tener respecto
de lo narrado, recurso que implica un mayor involucramiento del lector con la
narración. Cito algunas:
“Como
ustedes deducirán de estas declaraciones, yo no era todavía más que un
chiquillo.”
“Pero permítanme que abra aquí un breve
paréntesis.”
“¿Qué piensan ustedes de todo esto, señores?”
En
consecuencia de lo dicho, vemos que el texto cumple una acción mediadora entre
las personas y el mundo (referencialidad), entre personas diferentes (comunicabilidad) entre la persona y ella misma
(comprensión de sí).
Respecto
del segundo término de la paradoja, nos dice Ricoeur que la vida humana se
define a través de la interpretación, de la experiencia que necesita narrarse,
sea el actuar o el sufrir que se valen del lenguaje, de los recursos simbólicos
como reglas, signos, normas, gestos. Además, el reconocimiento de la cualidad
pre-narrativa de la experiencia humana,
es la que nos lleva a relatar nuestras vivencias, incluso como forma de
comprenderlas mejor. Estamos creando nuestra subjetividad. Cuando a ello se
agregan los relatos de nuestra cultura se conforma la identidad narrativa.
“El rasgo predominante de nuestro romántico
es que lo comprende todo, que lo ve todo y que incluso lo ve mucho más
claramente aún que los espíritus más positivos. Nuestro romántico no se
inclinará ante la realidad, pero tampoco la desdeñará. Cederá si es preciso,
pues no perderá nunca de vista el fin práctico, útil (una buena pensión, una
linda medalla, un alojamiento del Estado), que percibirá a través de todo su
entusiasmo, de todos sus volúmenes de poemas líricos. Pero conservará al mismo
tiempo, intangible su ideal “de lo bello, de lo sublime”, sin dejar de
conservarse a sí mismo, sin el menor reparo, entre algodones, como una joya,
para mayor provecho de la belleza, de la sublimidad. Nuestro romántico es un
hombre de espíritu extremadamente amplio y, a la vez, el mayor de nuestros
canallas. Se lo aseguro a ustedes, incluso lo sé por experiencia. Pero todo
esto sólo se refiere al romántico inteligente. ¡Oh! ¿Qué digo? Todos los románticos
son inteligentes.”
Me
he permitido incluir este párrafo de Dostoievski confiando en que lo haya
escrito para provocar una sonrisa en el lector a través de un juego ciertamente
irónico y no para tipificar la identidad narrativa del romanticismo ruso.
*** * ***
FUENTES
PRIMARIAS
RICOEUR
Paul. “La vida: un relato en busca de narrador”, en Educación y Política. Buenos Aires: Docencia, 1989, pp. 45-58
BIBLIOGRAFIA
ALTAMIRANDA, Daniel. Teorías literarias II. Buenos Aires:
Docencia, 2001
PIGLIA Ricardo ¿Qué es un lector? en El último lector, Edit.digital
Un_Tal_Lucas: 2005
Los chicos se asustan
A mí me dicen
"el negro ranero". Hace poco me enteré de que las madres asustan a
sus hijos, cuando no se portan bien, con que se los llevará el hombre de las
ranas en la bolsa. Será por eso que, cuando voy caminando por la calle, nunca
puedo ver las caras alegres de los niños, siendo que siempre están jugando en
la vereda de sus casas con otros vecinitos.
Yo vivo cerca de
la laguna, ahí se instalaron mis antepasados esclavos cuando les dieron la
libertad. Igual siguieron trabajando para los ricos, pero tenían que vivir
alejados del centro, en los lugares más humildes.
Nuestra calle era de tierra, estaba cerca
un arroyo que desembocaba en la laguna y a pocas cuadras teníamos una pequeña
capilla para ir a rezar y sobre todo para dejar ofrendas a los santos, porque
ésa es la costumbre religiosa de los
negros. En realidad, tuvimos que hacer esa capilla porque no nos dejaban entrar
en la parroquia del centro de la ciudad, donde oían misa los blancos, donde
tomaban la comunión los niños y niñas,
vestidos como príncipes y princesas; donde después se casaban como reyes y
reinas.
Nosotros íbamos
poco al centro, salvo por el trabajo o porque era carnaval. Eso sí que nos
gustaba. Cuando llegaba el carnaval, nos disfrazábamos con ropas bien
coloridas. En realidad así era como nos
hubiera gustado vestirnos todos los días, pero no se podía porque nos hubieran
mirado mal, muy mal o nos hubieran tratado de locos y por ahí terminábamos
encerrados en algún lado.
Nos gustaba sí,
no sólo eso, sobre todo nos gustaba muchísimo bailar. Entonces, como habíamos
conseguido varios tambores, de diferentes tamaños, y hasta algunos redobles,
armábamos "La Comparsa de los Negros Alegres". Así se llamaba y le
hicimos un cartel bien grande con su nombre; ensayábamos al aire libre en las
noches de verano y cuando llegaba el carnaval nos íbamos para el corso, a puro
tambor, con nuestros muchachos y muchachas, también disfrazados, pintados que
daba gusto y bailando sin parar, porque a nosotros, la música nos recorre el
cuerpo y nos hace remolinos en la cabeza para que no pensemos en otra cosa más
que en seguir bailando. Eso sí que estaba bueno, yo desde que nací hasta que
empecé a perder la vista, de viejo, no falté un solo día de carnaval a mi
comparsa.
Aunque ustedes
no lo crean, los carnavales, en esos tiempos eran un acontecimiento, todo el
mundo iba, a la noche, chicos, grandes, todos, a la calle principal para ver
las carrozas, los disfrazados, las princesas de los diferentes barrios o de los
clubes, para jugar con el papel picado, las serpentinas y el lanza-perfume. Y
así iban pasando las horas, hasta que, cerca de la medianoche, se empezaba a
escuchar cada vez más cercano, llegando antes que los músicos, el sonido de
nuestros tambores. Entonces, se corría la voz de lo que todos ya habían
adivinado: "¡la comparsa de los negros, la comparsa de los negros!"
Nadie se iba del corso antes de que pasara nuestra comparsa completa. Se decía
que era lo más esperado y nosotros nos sentíamos muy importantes en ese
momento.
En pocos
minutos, estábamos ahí, entrando por esa calle iluminada con miles de
lamparitas de todos colores, más felices que nunca, disfrutando como locos, y
escuchando a nuestro paso los aplausos
de toda la gente, algunos, incluso al ritmo de nuestros tambores. ¡Qué lindo si
ellos se animaran a seguirnos y se armara la comparsa más grande del mundo!
Siempre pienso
qué raro corría el tiempo en aquel momento, nunca supe cuánto tardábamos en
recorrer, entre ida y vuelta, las seis o siete cuadras que ocupaba el corso. En
realidad son pocas y caminando tranquilo se harán en diez minutos, más o menos,
pero bailando el tiempo no se puede calcular, es imposible saberlo; debe ser
como con el amor y las caricias, tan interminables como las de nuestros pies
sobre esas calles.
En todas estas
cosas pienso muchas veces cuando me siento abajo de un árbol, a la orilla de la
laguna. Quiero recordar, con todos los detalles, los momentos más lindos de mi
vida y de los lugares más hermosos donde he estado. Uno de ellos es esta laguna
adonde siempre vengo porque en cada atardecer me cuenta historias increíbles,
como ésa donde dice que el color rojo del cielo es el reflejo de las enormes
fogatas que hacen unos pueblos, en
tierras muy lejanas, para bailar a su
alrededor durante largas horas hasta caer rendidos igual que nosotros en
carnaval. Sólo que aquí no prendemos fuego, ¿será porque es verano?
Ahora, tengo la vista un poco borrosa, pero me
alcanza para ganarme el pan con las ranas que saco del arroyo. Tardo un poco
más que antes en atraparlas, ellas me conocen y saben esconderse de mí, pero yo
espero con paciencia y cuando alguna viene nadando distraída ¡plaf!, con un
buen manotazo la atrapo, la meto en la bolsa de arpillera y vuelvo a esperar
que el agua se calme, que las ranas dejen de vigilarme y se animen a pasar de nuevo
por ahí. Cuando junto unas cuántas, me cargo la bolsa al hombro y me voy
caminando despacio, con mi bastón de andar por la calle, a venderlas en los
hoteles del centro o de la costanera.
Camino despacio
porque estoy un poco rengo; puedo escuchar las risas de los chicos jugando,
antes de llegar a la esquina, pero en cuanto desemboco ahí, ellos, con caras de
espanto, empiezan a gritar "¡el negro ranero! ¡el negro ranero!
¡corran!". Y eso es lo que hacen, corren hacia la casa más cercana, se meten
a toda velocidad, dando fuertes portazos. Yo sigo caminando como si nada, pero
me pone triste no poder verles las caritas alegres, risueñas, para tenerlas
entre los recuerdos que quiero guardar. ¿Se asustarán de la bolsa marrón
colgada de mi hombro? ¿O porque soy negro, viejo, flaco, un poco rengo y chueco
como mis ranas? ¿Nadie les cuenta de tantas veces que han visto reír y bailar a Enrique Piñero en
los carnavales? ¿ni cómo, aún hoy, apenas me lo piden, me pongo a cantar y a
girar con mi bastón en alto para los turistas? Escuchen:
"¡Ay tía María! ¡Ay, por favor!
Ya viene llegando, saliendo,
Saliendo el sol.
"¡Ay tía María! ¡Ay, por favor!
Ya viene llegando, saliendo,
Saliendo el sol."
**** * ***
Aquí
encontramos vinculación con la Hermenéutica
y teorías de la recepción, centradas en el lector, “Escuela de Constanza”(1967), Alemania: Hans
R. Jauss (1921), Wolfgang Iser (1926) y discípulos
En EEUU., por separado, Jonathan Culler, Stanley Fish (1938-), Hirsch (1928) y
otros.
Ambas tendencias, si bien difieren en algunos aspectos, que resultan
complementarios, coinciden en que “el sentido de un texto cualquiera depende no
del autor ni del objeto en sí, sino de lo que el lector aporta en el acto de
lectura.”
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Trabajo
Final
El lector:
La narración urgente del cuerpo
El acto de narrar posee, según Ricoeur, una
paradoja fundante que se puede resumir en sus propias palabras en el hecho de
que las historias se cuentan y no se viven mientras lo que se vive es la vida,
la cual no se cuenta. En el marco de sus apreciaciones, parece relevante
cuestionarnos entonces acerca de la configuración del espacio narrativo y el
papel del lector en ese proceso de identidad que se construye en textos en los
que la vida de algún modo excede la historia a ser narrada, subyugando la
narración en sí. Considerando experiencias límite que se han contado de las más
diversas formas en lo que conocemos como literatura del Lager, el análisis exige un esfuerzo por partida doble. Por un
lado, debido a que la identidad narrativa que se construye de un modo u otro
moldea identidades que, aun siendo filtradas por el constructo que supone la
textualidad, colaboran en la construcción de ese imaginario colectivo. Por otro
lado, y como corolario de lo anterior, porque el papel del lector ya está
predeterminado en ciertas zonas de interpretación respecto del papel de los
agentes, a pesar de que se introduzcan variaciones renovadas para lograr
efectos contrarios. Ambos procesos pueden apreciarse claramente en el análisis
que esbozaremos a continuación en un fragmento de la obra El lector de Bernard Schlink, en la cual la identidad narrativa
emergente es un proceso en permanente pugna entre el mundo, el hombre y la
Historia.
Si el tercer y más importante anclaje del relato
en la vida, según el filósofo, es la “cualidad pre-narrativa de la experiencia
humana” (8), esa búsqueda de relato urgente es lo que caracteriza al personaje
principal Michael Berg tras un repaso por esa “concordancia discordante del
relato”. En un intento por hilvanar la multiplicidad de incidentes que le
ocurren y lo interpelan en su juventud, la vida cobra una importancia
fundamental, ya que trae aparejado el despertar de la sexualidad y de los
sentimientos, así como el encuentro de un lugar en el mundo, en el ámbito de
las leyes, en el contexto específico del Nazismo. El hecho perturbador que
descompone la imagen eternamente idealizada de Hannah en su vida y el posterior
armado de rompecabezas que supone comprender su analfabetismo y su rol como
miembro del aparato del Tercer Reich lo configuran narrativamente como un ser
escindido entre pasiones, como un ser en sí en permanente interpretación de sus
circunstancias. No sólo vemos en esta obra el papel que asume el personaje como
lector y el rol crucial de la lectura de a dos en la escritura de la vida, sino
también su afán por comprender las vidas de ambos en clave de lectura. En
principio, se prefigura como un juego inocente y luego como elaboración y
creación de una atmósfera propicia y un ritual íntimo y erótico que marca el
cuerpo de ambos de forma indeleble y que muestra a todo ese proceso como una
posible vía de escape ante el futuro que se presentará como inenarrable. La
pervivencia de este rasgo, acentuado más tarde por la escritura, es lo que le
permite a Michael Berg desentrañar los resquicios, los hiatos y el lugar de la
memoria en su identidad narrativa, en un intento por dilucidar su propia vida y
también por mostrar el lado más humano de la monstruosidad y la obediencia
debida como producto de la vergüenza por parte de Hannah[1].
El otro factor que incide insistentemente en esa
búsqueda de relato por parte de Michael Berg es lo que Ricoeur reconoce como la
“discordancia concordante del tiempo”, que causa estragos en la relación de los
personajes al provocar una separación subrepticia y sin explicación alguna y
que más tarde determina el reencuentro, aunque de dos personajes y dos
identidades completamente distintos. Parte de lo discutido previamente y en
esta sección puede observarse en el fragmento citado a continuación, en el cual
las discrepancias internas de Berg y el efecto corrosivo del paso del tiempo y
de las vicisitudes de la Historia disparan una especie de aporía. Al verse
imposibilitado de resolver el enigma y la mutación de los cuerpos de ambos, ese
imaginario y su propia ensoñación entran en jaque. El cuerpo amado en el pasado
encarna tanto deseo como aversión, tanto desnudez como portación de uniforme,
tanto posesión sexual como violencia y degradación[2]. Dicho
proceso se encuentra irremediablemente atravesado por el tiempo.
“¿Quién me había
puesto la anestesia? ¿Quizá yo mismo, sabiendo que para aguantar aquello
necesitaba un cierto
grado de aturdimiento? Ese estado me acompañaba también a la salida
del Palacio de
Justicia, y me sugería que era otra persona la que había amado y deseado a
Hannah, alguien a
quien yo conocía bien, pero que no era yo. Y no sólo eso: en todos los
demás aspectos también me sentía fuera de mí
mismo. Me observaba, me veía funcionar en la
universidad y en la
relación con mi familia y con mis amigos, pero en mi interior no me sentía
implicado.” (54)
La disyuntiva de Berg circunda este aspecto, ya
que su imposibilidad para comprender a Hannah y las motivaciones de su decisión
son lo que deberá reunir en una síntesis o “historia única”, para a su vez
liberarse de sus sentimientos de culpabilidad y colaboracionismo encubierto. Al expresar: “Si no era culpable por traicionar
a una criminal, ya que eso no puede ser motivo de culpa, sí lo era por haber
amado a una criminal.” (70), expone su
pesada carga emocional a la hora de vivir y de narrar. De una forma u otra,
cuando el impulso de la vida y su devenir energético y sexual comienzan a
decrecer, se produce el relato. Es en este momento en el cual se comienza a
configurar una historia, justamente porque todo lo vivido ya ha culminado, ya
es susceptible de pasar a otro registro y de ser sometido, incluso
hermenéuticamente, a otra lectura. El personaje desanda un trayecto de
conversión de lectura-vida en escritura en un proceso en el cual reestablece su
relación con el pasado que lo aqueja y con su presente, en un claro paso a la
adultez. Al esbozar posibles imágenes de Hannah, de sí mismo y del Tercer
Reich, así como del papel de la juventud y del grado de complicidad que se
encarga de cuestionar constantemente, se produce el reencuentro con su propio
ego en esa necesaria reconstrucción de su identidad[3]. Sus
palabras finales son la prueba fehaciente de que aún continúa en ese estado de
transición: “Supongo que esta versión es la verdadera, porque la he escrito
mientras las otras se han quedado sin escribir. Esta versión pedía ser escrita;
las otras no.” (112)
De este modo, podemos afirmar que El lector revela las complejidades que
exige el proceso de examinar los sedimentos del pasado y de reconfigurarlos en
un relato, en el arduo intento por desentrañar los no-lugares de articulación
de la palabra de Hannah y el hueco de ausencia por la indecibilidad de lo
perdido por parte de Berg. La contribución de esta obra será entonces lo que
Nancy denomina como “soplo”, como otra palabra sofocada que habla de la Shoah y
la silencia, que la vuelve audible e inaudible, que se vuelve nombre indistinto
y preciso a la vez y que muestra la humanidad y el revés de la deshumanización.
La lectura de esos lugares y la escritura en clave revisionista plasman desde
un principio la paradoja de Ricoeur, engendrándose principalmente en el cuerpo,
la materialidad que origina, proyecta, expulsa y vuelve a atraer el discurso.
María Alejandra
Privitera.
BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA
.
Agamben, Giorgio. “El testigo”. En: Homo
sacer III. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Valencia,
Pre-Textos, 2000, pp. 15-39.
. Nancy,
Jean-Luc. “La Shoah, un soplo”. En: La
representación prohibida. Buenos Aires, Amorrortu, 2007, pp.73-80.
. Ricoeur,
Paul. “La vida: un relato en busca de narrador” (Educación y política,
Buenos Aires, Docencia, 1989, pp. 45-58)
. Schlink,
Bernard. El lector.
En:
http://aifos.mx/wp-content/uploads/2011/04/el_lector_schlink_bernhard.pdf
. Sucasas,
Alberto. “Anatomía del Lager. Una aproximación al cuerpo concentracionario”.
En: Reyes Mate (ed.), La filosofía
después del Holocausto. Barcelona, Riopiedras, 2002, pp.55-73.
. Wieviorka,
Annette. “L´ avènement du témoin”. En: L´
ère du témoin. Hachette, Paris, 2002, pp. 81-126.
Trabajo
final de Narrativa II (Asia – Europa)
María Alejandra Camiña
“… ¿no estamos
inclinados acaso a ver en tal encadenamiento de episodios de nuestra vida historias que aún no fueron narradas,
historias que requieren ser contadas…?
Paul Ricoeur
Paul Ricoeur, en su ensayo “La
vida: UN RELATO EN BUSCA DE UN NARRADOR” nos hace reflexionar acerca de
una paradoja: las historias se relatan, la vida se vive. Entonces podemos
preguntarnos: ¿qué sucede cada vez que alguien dice, por ejemplo, “te quiero contar lo que me pasó”? ¿Qué
siente aquel que está deseoso de contar sus vivencias? ¿Qué le ocasiona esta
propuesta a quien está dispuesto a brindar su tiempo vital para escucharla?
¿Qué les pasa a un autor, a un personaje, a un lector en relación con sus vidas
reales o ficticias y las historias narradas?
¿Imaginó Cervantes que crearía la máxima
novela que el género de la caballería andante pudiera darnos? ¿Murió el
Quijote, no por haber sido apaleado, sino por dejar de leer y de desplegar los horizontes de la lectura,
como menciona Ricoeur, hacia algún lugar de la Mancha? ¿O, contradiciendo las
leyes naturales de la vida, el Quijote jamás murió porque se actualiza en cada
lector que quiere dejar la seguridad de su casa y salir al mundo en busca de
aventuras, es decir de nuevas experiencia de vida que luego podrá contarle a
algún otro? ¿Acaso no nos llevan de la mano, Renée y Paloma en La
elegancia del erizo de Muriel Barbery desde una vida árida hacia el
placer de la lectura, hacia el gozo de lo bello? ¿Acaso no se nos hace más
interesante la vida a partir de las lecturas y de los relatos cotidianos aún
cuando estos no tengan una intención estética?
Y una pregunta más: ¿qué nos cuentan estas
historias que, al relatarse, se van colando con o sin permiso en la vida de los
lectores? El Quijote y Renée, viven, aman y mueren durante un cierto tiempo,
como todos. Y aquí puede haber una clave acerca de la paradoja propuesta por
Paul Ricoeur: las historias que se relatan no giran sino en torno a los
problemas que afrontamos durante nuestras vidas hasta la misma muerte. ¿Quién
podría negar la oposición y el conflicto existentes entre la voluntad de vivir
para siempre y la imposibilidad de lograrlo a lo largo de esas dos clases de
tiempo de las cuales nos habla Paul Ricoeur cuando dice “… el tiempo es a la vez aquello
que pasa y desaparece y, por otro lado, aquello que dura y permanece”?
En la vida, los seres humanos pasamos
aunque nuestro deseo sea permanecer. Quizás, desde la visión
de un Albert Camus, esto no tenga mucho sentido y roce - dentro de su visión de
existencialismo ateo - un inevitable
absurdo del que no podemos escapar ni en la Literatura ni en la vida misma. En El
extranjero, durante la caminata al sol que el personaje hace para
enterrar a su madre, una enfermera, a quien este recordará en momentos claves,
le dice:
« Si uno anda
despacio, corre el riesgo de una
insolación. Pero si
anda demasiado aprisa, transpira y, en la iglesia, pesca un
resfriado.»
Y él agrega:
“Tenía razón. No había escapatoria.”
Estando en la cárcel, el extranjero vuelve sobre
esta idea:
“Recordé entonces lo que decía la enfermera en el
entierro de mamá. No, no había escapatoria y nadie puede imaginar…”
Recién cuando es condenado a la guillotina y
habiéndose negado a recibir al capellán, él se pregunta sobre la posibilidad de
huir de su destino y dice:
“… me interesa escapar del engranaje y saber si lo
inevitable puede tener salida.”
Creamos o no en Dios, o en la predestinación
calvinista o en el libre albedrío, una cosa es segura: escritores, lectores y
personajes sabemos que no, que lo inevitable no puede tener
salida y que debemos morir aunque el apego al mundo pretenda mantenernos vivos.
Frente a este “absurdo” conflicto
planteado por Camus, ¿qué podemos hacer, ya sea que nuestra existencia resulte
real o ficcional? Tal vez lo mismo que el extranjero intenta en su prisión:
matar el tiempo aun cuando este se convierta en un nuevo absurdo porque, en
verdad es su paso el que nos mata. Pero entonces, una ilusoria escapatoria
parece aliviarnos y esta es la posibilidad de recordar lo vivido. Al menos esto
parece opinar nuestro personaje:
“Una vez más todo el problema consistía en matar el
tiempo. A partir del instante en que aprendí a recordar, concluí por no
aburrirme en absoluto. (…) y, con la imaginación, salía de un rincón…”
Coherente con esta idea, el extranjero, en su
fuerte discusión con al capellán, grita al responder cómo él ve la otra vida:
“¡Una vida en la que pudiera recordar esta!”
Resulta consolador narrar nuestros recuerdos.
Resulta además artístico y literario si los narramos con cierta búsqueda de
belleza. Entonces, como el extranjero en su celda, los humanos encontramos
satisfacción en desarticular la paradoja reconciliando las historias relatadas
con la vida misma porque al relatarlas, las vivimos encontrando un nuevo y
digno sentido al día a día.
Recuerdos e imaginación para la vida, recuerdos e
imaginación para todo relato. ¿No son estos ingredientes esenciales del arte y
de nuestra cotidianeidad?
Y como Paul Ricoeur, también podemos volver a
Aristóteles y a su máxima según la cual “una vida que no es analizada no es digna de
ser vivida”. Al relatar se hace imprescindible el análisis, se busca
una síntesis profunda de lo que Ricoeur llama lo “heterogéneo”, es decir
las circunstancias, los encuentros o desencuentros, los amores, las
interacciones, factores todos ellos comunes a la Literatura y a la vez
esencialmente vitales.
Por todo esto, cada vez que alguien diga “te quiero contar lo que me pasó” y siempre que otro lo escuche; cada vez que
alguien resucite al Quijote leyendo cómplice sus aventuras, cada vez que
escapemos de la rutina como Renée o que nos mostremos angustiados por el
absurdo de la vida y recordemos algo, un relato habrá de salirnos al paso.
Como dice Paul Ricoeur, “Apropiarse de una obra mediante
la lectura significa desplegar el horizonte…” Así, lectores,
escritores, personajes vamos desde el horizonte de la espera en que queremos
saber más y más sobre una intrigante historia hacia el horizonte de nuestras
propias experiencias que buscarán a su vez que las narremos para seguir
viviendo eternamente mientras un otro las oiga, las recuerde y tal vez la
repita sin cesar.
Te quiero contar lo que me pasó
María Alejandra Camiña
-
Te quiero contar.
-
¿Qué pasó?
-
Me peleé con Claudio.
-
¿Otra vez?
- Sí,
sí… Creo que terminé con él porque cada vez que empezábamos una conversación,
me preguntaba qué comiste ayer. Y me cansé. Esperaba poder contarle a él. Y él
no entendía. No era malo. Era bueno. Pero no me entendía. No podía contarle
nada. Y con lo que pasó sentí que no le tenía más paciencia. Ya sabés, ¿no? Pasó lo que tenía que pasar.
-
¿Tu mamá?
-
Sí.
-
¿Y fuiste?
-
No.
-
¿Quién te avisó?
-
Gladys me llamó por teléfono.
-
¿La amante de tu papá?
-
La misma. Mi papá y ella y nadie más estuvieron ahí.
-
¿Lloraste?
- No pude. Y fui a trabajar. No quería perder
el presentismo. Fui el lunes, el martes… Me aguanté toda la semana. Al final,
el viernes llevé a mi hijo al colegio y me volví a casa… Me lloré todo, todo lo
que no había podido al principio. Pero no es exactamente esto lo que quería
contarte.
- ¿Y
qué es?
- Me
tiré en la cama y prendí la televisión. Necesitaba una compañía. Había una
película medio vieja con Marcello Mastroianni.
En una playa, él le disparaba a un hombre… no entendí por qué… No le
prestaba atención, estaba llorando cuando alguien desde algún lado me dijo que
en el velatorio de su mamá tampoco había llorado. Primero era una voz… la de la
tele que parecía que me hablaba pero no sé en qué momento estuvo más cerca. Yo
había apagado todas las luces, había bajado las persianas. Sólo la tele estaba
encendida pero te juro que sentí que él se sentaba del lado de la cama donde
dormía Claudio. Entonces, en la silla que está en frente de mi cama, sobre la
campera que estaba mal puesta en el respaldo y la ropa que recién había usado,
se sentó una mujer. Lloraba, lloraba a gritos diciendo que mi mamá había sido
su última amiga. Marcello Mastroianni,
al lado mío la miraba como diciéndole que se callara. Incluso me hizo un gesto
mordiéndose los labios y señalándola con un movimiento de cabeza. Creo que se
burlaba, que la llamó cotorra ridícula. Y entonces entró un hombre con un saco
raído y grande que le decía a la mujer que había amado a mi mamá o a la de
Marcello… No sé… No sé cuánta gente más llegó a mi dormitorio. El velatorio era
ahí. Ahora todos lo miraban a Marcello pero Marcello, en silencio, no los
miraba. Bajaba la vista como alguien culpable y después de un rato me miró,
diría yo, casi con compasión. Alguien nos trajo café con leche en unas bandejas
y lo tomamos sobre la cama. Los demás nos observaban. “Por un momento tuve la ridícula impresión de que estaban ahí para
juzgarme.” Y entonces, él me habló de su crimen, me dijo que el sol lo
había sofocado tanto que no hubiera podido hacer otra cosa aunque hubiese
querido, que la vida siempre le había parecido un completo absurdo, que todo le
daba igual aunque podía notar que a mí no me pasaba lo mismo y que por esto
para mí la cosa era más difícil. Se quejó con una especie de susurro y, si lo
oí bien, dijo algo así como que no había escapatoria. Después me dio un paquete
mal envuelto: un libro del autor que te gusta a vos… Camus, ¿no? Me dijo que
tenía que irse con los viejos amigos de mi mamá porque también eran los amigos
de la suya que estaba muerta pero lo estaba esperando y le exigía que se
apurara. Repitió un par de veces que en el libro nada tenía sentido pero que yo
era distinta, que él mismo era distinto ahora después de todo y que yo,
leyendo, lo iba a entender. Después no sé más. Se hizo de noche… los amigos de
nuestras madres, también dormían. Volví a cerrar los ojos. Quería olvidar.
Pero… y esto sí, creo que esto lo soñé, me dijo, me suplicó que no lo olvidara,
que todos seguirían viviendo si yo los recordaba, que me fijara en los
detalles, en uno que tosía y escupía en un gran pañuelo a cuadros, en otro que
apoyaba sus manos y barbilla en un bastón, en uno que se parecía al portero de
mi edificio, en todos esos rostros de color ceniza… En fin, siguió insistiendo
en que los reconstruyera con cada detalle en mi memoria para que pudiera
llamarte por teléfono una mañana y que,
aspirando el olor de la tierra fresca, yo te contara a vos esta historia.
Continuidades
María Alejandra Camiña
-
El alto respaldo de un
sillón de terciopelo verde,
la cabeza del hombre en el
sillón leyendo una novela.
Julio Cortázar
Rutina
aguda del despertador. El estómago me dolía. Inútil refugiarme entre frazadas.
En una hora amanecería. Con apurados
sorbos de té, creí recuperarme. Abrí la alacena: apenas unos bizcochitos.
“Mejor no”, dije.
Niebla
en la ventana. Más niebla en la vereda. Con la bicicleta del reparto, llegué al
puesto. Don Nicola me arrojó el fardo de diarios. Mecánicamente, ensayé titulares que después anunciaría.
Nada
sentí leyendo “Horrible crimen… Joven
muerto…” Mis años inconscientes se creían salvo de noticias fatales. El
identikit tampoco despertó mi interés. Confusamente recordé la cicatriz del
buscado.
Comencé
indolente el reparto: el pelado, la mujer con pantuflas, el perro ladrando, una
nueva dirección frente a la plaza de los robles. La niebla evaporándose. No
divisé la cara del hombre en la ventana y menos aún el alto respaldo de un
sillón de terciopelo verde. La puerta entornada. Entré. Una voz me ordenó
avanzar. Los diarios cayeron ante el buscado y su cicatriz. Lo vi abandonar
cierta lectura y me vi. También yo era joven y había sido indiferente.
-------------------------------
Desde el subsuelo
“El objeto literario es un trompo
extraño que solo existe en movimiento”.
Jean Paul Sartre,
en ¿Qué es la literatura?
Las obras artísticas realmente cobran vida en la interacción
con el espectador. Este es un co-creador que resignifica el objeto artístico,
se apropia del juego polisémico y produce, a su vez, nuevos objetos. Paul
Ricoeur sostiene que el acto de leer provoca una “intersección” entre el “mundo del texto” y el del lector. Postula
entonces que las “historias se viven en el modo de lo imaginario”[1]. La lectura se presenta como un modo de
vida. Por eso propone quebrar los análisis estructuralistas para abrirle paso a
la hermenéutica. El desafío es la actualización de la obra literaria en
contextos diferentes.
A
los fines de la reflexión crítica acerca de los aspectos teóricos enunciados
por Ricoeur en el artículo “La vida: un relato en busca de narrador”,
seleccioné el capítulo XI de la primera parte de Memorias
del Subsuelo, de Fiòdor
Dostoievski.
Memorias del subsuelo manifiesta, tal
como lo menciona Ricoeur, una tensión entre la tradición y la innovación. Y en
relación con ello, podría considerarse una anti-novela. Propone una ruptura de
convenciones en el nivel de la forma y del contenido.
La
obra es la confesión de un hombre que habita en el subsuelo. Se encuentra
dividida en dos partes. La primera, que contiene un capítulo más que la
segunda, presenta una larga exposición del personaje (a través de la técnica de
monólogo interior) acerca de sus pensamientos en torno a una psicología,
filosofía y sociología muy peculiares. Podríamos identificar en esta parte un
carácter ensayístico literario, tomando en cuenta los recursos argumentativos
empleados. La segunda parte desarrolla el relato de los acontecimientos en
relación con la primera. Es decir que esta novela (o anti-novela) rompe con la
estructura Aristotélica del género narrativo. Es más, plantea la hibridación de
los géneros literarios, propia del romanticismo.
En cuanto al contenido, a través de
la formulación de enunciados y de la narración de los hechos, el protagonista
desarticula la moral vigente, se rebela frente al “dos por dos son cuatro” y
desenmascara la miseria a costa de sí mismo. Tal vez exprese la más terrible de las tragedias, tal vez funcione como
espejo del mundo. Pero todo cuanto ofrece este narrador es incierto, dudoso.
Este engaña continuamente al lector, se burla de él. Expresa: “Sin embargo, hay
algo que sería mejor: pero eso siempre y cuando yo mismo me creyera una sola
palabra de lo que hasta ahora escribí. ¡Les juro, señores, que no creo nada de
cuanto he escrito hasta ahora! Es decir, probablemente sí creo, pero a la vez,
sin saber por qué, siento y sospecho, que miento como un bellaco”[2].
En definitiva, no sabemos si tomarlo en serio o si todo este artificio es, nada
más y nada menos, que una máquina paródica.
El protagonista es un ser anónimo. Puede ser todos
los hombres o puede no ser nadie. Puede exponer una tragedia o una
parodia. Narra desde un lugar muy
particular: el subsuelo. El subsuelo es
un lugar marginal. Puede ser el inframundo. Puede ser el relato de una
catábasis sin anábasis del anti-héroe, de un muerto en vida, de aquel que
experimenta toda la miseria humana en su propio ser. O puede ser la narración
de un gran prestidigitador. Estas posibilidades que se abren ante el lector
pueden ser combinadas entre sí, por lo tanto, engendran
nuevas posibilidades y múltiples sentidos. De este modo se produce “la
apropiación de la obra”, según Ricoeur.
A través de esta novela, Dostoievski experimenta con
las fronteras entre la realidad y la ficción en función del rol del narrador y
del lector. Hay un cuestionamiento de estos elementos y su relación. El
narrador es muy desafiante e interpela continuamente a sus lectores
imaginarios. Propone una dialéctica tensa, pero se sabe el ganador del juego.
Además, se atreve a hacer hablar a sus lectores, construye un diálogo con
ellos. Por ejemplo, estos señalarían que, entre otras cosas, en realidad el
protagonista es un pobre hombre soberbio, temeroso, vacilante, perverso y
burlón. Pero todo es una estratagema para decir: “… ¡Mentiras, mentiras y más
mentiras! (…) Claro que fui yo quien ha inventado todas esas palabras que dicen
ustedes. También ellas proceden del subsuelo.”[3]
Es decir que está igualando a los lectores consigo mismo, los ubica en el lugar
de la oscuridad, en el mismo infierno; pero también los convierte en producto
de su creación. La cuestión es a quién está interpelando en realidad este
personaje. Porque aunque pensemos analíticamente en el aspecto teórico del
narrador y el lector (que nada tienen que ver con el narrador y el lector
reales), el pacto de lectura nos lleva a ubicarnos en el rol de ese lector
intimidado por el narrador. Este dispositivo nos lleva a ingresar en la ficción
y, a la vez, permite que el narrador salga a nuestro encuentro. Así se produce
la “intersección entre el mundo del texto con el mundo del lector”[4]
a la que refería Ricoeur. Hay un punto en que se empiezan a quebrar las
fronteras. De modo que nosotros construimos al narrador, pero el narrador
también nos construye.
El hombre del subsuelo sigue interpelándonos: “Pero,
¿de veras, de veras ustedes son tan crédulos que creen que les voy a permitir
que lean todo cuanto escribí? Encima, ahora también se me plantea otro
problema: ¿en realidad, por qué los llamo ‘señores’, y por qué me dirijo a
ustedes como si me estuviera dirigiendo a los lectores? Las confesiones que
aquí me propuse desvelar no se publican ni se ofrecen como lectura”[5].
Este insolente personaje transgrede las fronteras para decirnos que no somos
lectores, que no nos “permite” leer lo que escribió. Entonces, propone un nuevo
pacto de lectura: los lectores en realidad somos intrusos leyendo una
autobiografía prohibida. Pero además vuelve a mostrarnos que caímos en la
trampa de la “credulidad”... El personaje, a lo largo de toda la novela, va
construyendo una serie de argumentos lógicos que pronto derriba con una patada.
Este narrador logra desestabilizar el lugar del lector.
Por último, presenta una interesante reflexión
metaliteraria a partir de la pregunta: ¿para qué escribir si no es para los
lectores? Son varias las respuestas que encuentra: para comprobar si es
inevitable que un hombre mienta cuando habla de sí mismo, para perfeccionar su
estilo literario, para poder mirarse a sí mismo, para encontrar algo de sosiego
frente a recuerdos muy dolorosos, por aburrimiento. Finalmente, esboza a modo
de proposiciones lógicas: la escritura se asemeja al trabajo, el trabajo hace
“más bondadoso y honrado” al hombre. Pero a cambio de un “ergo”, tenemos la
duda: “al menos aquí hay una posibilidad”[6].
Este narrador contradictorio, es tan contradictorio que aquí presenta una
perfecta coherencia interna: ¿cómo podría afirmar algo, si desestima el “dos
por dos son cuatro”, es decir, el determinismo y la ciencia (la razón y el
progreso)? De manera que, tal como lo señala Ricoeur, se manifiesta una tensión
entre la “concordia” y la “discordia” y así se constituye el relato. Este ser
del subsuelo tan “disonante” va tejiendo un hilo armónico, en todas sus
contradicciones existenciales.
En conclusión, considero que el hombre del subsuelo
al escribir persigue el fin de crearse a sí mismo a través de la literatura,
adquirir una existencia y una “identidad narrativa”. De modo que la siguiente
afirmación de Ricoeur le cabría a este personaje: “mediante variaciones
imaginativas sobre nuestro propio ego, intentamos una comprensión narrativa de
nosotros mismos, la única que escapa a la alternativa aparente entre cambio
puro e identidad absoluta. Entre ambos queda la identidad
narrativa”[7].
Si
somos capaces de interpretar y recrear a este personaje como si fuera una
persona, nos queda entonces pendiente un largo recorrido para empezar a
pensarnos como seres ficcionales. Solo se trata de seguir haciendo girar el
“trompo literario”… ¿o de girar en él?
La
trama anónima
“Supongamos que es verdad que ese hombre me ha fingido, me ha
soñado,
me ha producido en su imaginación; pero ¿no vivo ya en las de los otros,
en
las de aquellos que lean el relato de mi vida? Y si vivo así en las fantasías
de varios, ¿no es acaso real lo que es de varios y no de uno solo?”
Augusto Pérez, en Niebla
Son
las cinco, no llego, se me está yendo el bondi... ¡qué mierda! Siempre lo
mismo; esta vez no zafo. Le explico que me quedé dormido porque estuve
preparando álgebra toda la noche... Bueno, si me quiere suspender que me
suspenda, ya estoy jugado. Qué linda nena, es tan inocente. ¿Cuando sea grande
será tan garca como mi jefa?...
Qué extraños que son los adultos:
miran sin mirar, siempre están preocupados, pareciera que no tuvieran tiempo
para ser felices. ¿Se olvidaron de jugar?... A mí me preocupa mamá. Ella dice
que le encanta ser mamá, pero me parece que quería estudiar y tener una
profesión antes de tenerme. ¿Y si crezco rápido así puede hacer lo que tenga
ganas?... No, mejor le enseño a jugar... Pobrecito ese perrito, tiene una
patita lastimada...
Si me agarraban no contaba el cuento. Qué me
iba a imaginar que era el territorio del Lungo... ¿Cómo será el tema de la
suerte? Algunos nacieron para ser cuidados por sus amos y recordados después de
su muerte. Otros vivimos siempre al borde del peligro y nadie nos llora si
quedamos estampados en el pavimento por un auto... No me mire así, mi
General...
Estos perros sucios arruinan la ciudad, hay
que liquidarlos a todos. Una manzana podrida pudre al resto, hay que deshacerse
de lo que no sirve. ¡Si volvieran los viejos tiempos!... ¡¿A dónde fue a parar
la moral?! Esa morocha con esa vestimenta...
Viejo verde y facho de mierda. Este
es un viejo reprimido que al ver mis tetas siente la frustración de la soledad.
Y yo ¿qué hago con mi soledad?... Y a mis viejos se les ocurrió ese nombre para
signar mi destino. Soledad, la que guarda en sus tetas todas las miradas de los
hombres. Soledad, la del corazón sin sol...
Todo el mundo contra mí. Hasta esa,
que me muestra lo que no tengo. ¿Y si me hago las lolas? ¿Pero cómo le va a
caer a Luis?... Que piense lo que quiera, que sienta lo que se le cante el...
Yo me las hago y punto, de última siempre hay algún pobrecito para comprar con
mis lujos... "El lujo es vulgaridad dijo, y me conquistó..." ¡Me
conquistaron esos ojitos de miel!...
¡Qué mirada, flaca!... Pero basta de flacas, lo único que hacen es
complicarme la vida. ¡Mi mujer es la viola!... Viole, dónde andará la mujer que
me robó el corazón... ¿Ensayábamos hoy con los pibes? Ah, le tengo que decir a
Canilla que me consiga el Marshall y los cables largos del Negro. ¡La puta que
lo parió, una rata!
El asco que le produzco a la especie humana es el reflejo de la
repulsividad que ellos sienten para consigo mismos. Envidian nuestra comunidad,
porque funciona anárquica y perfectamente. Todos sus intentos por lograr un
mundo mejor fue en vano, ni el Comunismo los salvó. Nosotras vamos a hacer la
rebelión, la auténtica revolución, y ellos van a tener que acatar nuestro orden
o serán confinados al basural... ¡Señora no me pise!...
¡Ay, qué desastre! ¡Cuánta suciedad en Buenos Aires! Nosotros pagamos
los impuestos y... Son todos unos infelices como esta rata. Que las tiró a
estas ratas de miércoles... ¡Hoy es miércoles! Mañana ya es jueves santo... Voy
a buscar el cronograma de la Iglesia porque... Una oportunidad para la
"buena acción del día", le doy unas moneditas y listo. ¡Qué hediondo!
¡Qué repugnantes esas manos, que ni me toque! ¡Puaj!
¡Hasta cuándo voy a tener que aguantar las odiosas limosnas de gente sin
alma! ¿Cómo cambiar mi situación social? Si tan solo cambiara algo... si
pudiera tener ropa presentable, y conseguir un trabajo, y vivir en un lugar
distinto de la calle, y tener una mujer que me ame... Quién me va a dar bola a
mí con esta pinta. Cuando salga de la calle voy a hacer algo bueno por el
mundo, no me importa con quien me pelee, voy a ayudar a muchos a salir de la
miseria, nadie se merece esta miseria… ¡Qué linda! ¿Podré algún día estar con
una mujer como ella?
¡Esos ojitos me mataron! ¡Qué dulce parece!... ¿Cómo será ser un
"vagamundo"? ¿Habrá recorrido varios mundos o sólo el de los cartones
y la frustración? ¿Cómo puede estar ese corazoncito: débil o fuerte? ¿Hasta
cuándo esos ojos andarán vagando por la basura? ¡Uh!... Casi empujo al
nenito...
¡Ufa! ¡Siempre lo mismo! A los chicos nunca nos toman en cuenta... Esta
casi me tira; cada vez que quiero dar una opinión los adultos me dicen "ah
sí, mirá qué bien" y no me escuchan; si toco cosas sucias me lavan
sistemáticamente, sin entender cuánto amo la suciedad… Los adultos no entienden
nada. Cuando sea papá le voy a dejar hacer de todo a mi hijo: tiene que
experimentar, sino ¿cómo va a aprender, a crecer, a forjar su vida de
adulto?... ¡Vaya vida de adulto, borrachín!...
"La curda que al final termine la función corriéndole un telón al
corazón". ¡Eso es!... Voy a (¿cómo era?...), voy a ponerle un telo (en un
telo con una loca) n al corazón. No, mejor voy a... a dar mi función final en
el escenario del mundo… Ja, ja, qué creativo que soy con la ginebra
recorriéndome la sangre... Epa, me sorprende "la ginebra recorriéndome la
sangre", qué original que soy. ¡Voy por más! ¡Mozooooooo!... Ah no,
borracho sí pero no boludo, éste no es el mozo, es un rati...
¡Qué peludo que tenés hermano! Mejor
desaparecé que no quiero zafarrancho; volá, volá a otro rancho... Qué aburrido
ser el cobani de la cuadra, tengo el cartel de "informes: calles,
colectivos, lugares públicos..." Listo para que me bajen de un tiro los
pibes chorros... Allá pasa la "diva del barrio" ¡Ya le voy a
entrar!...
Menos mal que este cana es tan
pajero que se olvida de sus deberes, porque si no fuera así ya estaría
declarando en la comisaría... No está nada mal... me tuve que comer cada
bazofia que a este le daría sin inconveniente... Y sí… no está nada mal hacerse
amigo de un cana... ¿no decía eso Martín Fierro? "Hacete amigo del cana..."
bueno, no sé... ¿Será activo o pasivo? Tiene una pinta de comilón... Y si se asusta al verme el bichito... ¡qué se
va a asustar, es un comilón!... ¡Guau! ¡Qué hombre!...
Casado… ¡casado! Todavía no me la
creo... Nadie daba un mango por mí ¡ahí tienen! Casado, casa propia, buen pasar
económico... ¿qué más quieren? Ah no, para el bebé van a esperar. Ahí sí que no
tranzo... ¡¿Eso será mi futuro?!
Me siento más pesado que estos cien
kilos que cargo interminablemente. Los negocios, los chicos, mi mujer, las deudas,
las putas, las drogas... ¿Hasta cuándo? Algo que me detone de una vez, quiero
explotar... Ese viejito dándole pan a las palomas... mi reino a cambio de un
día de su vida...
Comé, te digo. Estás muy flacucha.
Te parecés a mi María en sus últimos días. Consumidita estaba la pobre. Si
hubieras conocido la belleza de su juventud. La más hermosa del barrio. Todos
se hacían los galanes para conquistarla. Qué apasionada era de la vida... y
ahora se quedó en huesitos...
¿Cómo puede hablar así este hombre?
Nada sabe de la vida porque nada sabe de la muerte. La vida nos limita. La
muerte es vida en libertad, es el vuelo infinito, es expansión, es creatividad
pura, es... ¡un excremento arrojado por un colega!
¡Vamos! ¡Qué puntería, eh! Se lo
merece, cada vez está más loca, vive "volada"... ¡Qué buen chiste, si
es una paloma!... Es que vive colgada con sus delirios metafísicos... ¡Me cago
en tu pelada! Esperá que tomo carrera ¡Ahí vaaaa...!
La que te parió, che, la última que
me faltaba... Soy un fracaso... Aunque dicen que trae suerte... ¿Suerte?
¡Mierda! ¿Mierda es suerte? Y sí, de paso me lustro la pelada… Por suerte no me
manchó el saco. Suerte o desgracia, “depende desde dónde lo mire”… ¿Y esa
mirada desde el otro lado? ¿Qué estás leyendo? ¡Ey, a vos te hablo! ¿Dónde
estás en realidad? Ella cree que podés ayudarla a construir otro final, que
tenés personajes para crear. Ella sabe que ya cambiaste el final.
Natalia Lorena Colombo, diciembre de 2017
EXAMEN FINAL DE NARRATIVA UNIVERSAL II (ASIA-EUROPA)
Alumna: Burgos Acosta, Celia Mabel
1) b) El
presente escrito analizará, en base a las propuestas de Paul Ricoeur en su
artículo “La vida: un relato en busca de narrador”, un pasaje extraído de
capítulo IV de la segunda parte de El
extranjero, de Albert Camus: el correspondiente a los alegatos del
Procurador. La elección de este fragmento permite aplicar los planteos de
Ricoeur respecto a qué es la intriga y su importancia en tanto operación
narrativa.
En primer lugar, el relato del Procurador logra una síntesis de
acontecimientos e incidentes múltiples, primera propiedad de toda narración
(Ricouer, 1989): “Resumió los hechos a partir de la muerte de mamá. Recordó mi
insensibilidad, mi ignorancia sobre la edad de mamá, el baño del día siguiente
con una mujer, el cine, Fernandel y, por fin, el retorno con María. Después se
refirió a la historia de Raimundo”. De todas estas experiencias extrae una
historia posible: aquélla que culpabiliza a Meursault por la muerte del árabe y
que lo convierte en un alevoso asesino. Como primer lector de los hechos, es
quien los puede transponer poéticamente. Encuentra y potencia en ellos el simbolismo implícito o inmanente: la acción sólo puede ser
narrada porque ya está articulada en signos, reglas y normas (Ricouer, 1989).
Sólo desde este punto de partida es que puede hacer legible una acción como la
de reubicar a la madre en un asilo y vincularla con un parricidio: “un hombre
que mata moralmente a su madre se sustraía de la sociedad de los hombres por el
mismo título que el que levantaba la mano asesina sobre el autor de sus días”.
El segundo tipo de síntesis planteada por Ricoeur es el que organiza
“componentes tan heterogéneos como circunstancias halladas y no deseadas,
encuentros azarosos, agentes y pacientes, encuentros por azar o buscados […],
medios más o menos adecuados a los fines y resultados no anhelados”. (Ricoeur,
1989: 2). Y gran parte de los hechos que se eslabonan en la narración judicial
son de esta naturaleza: el sepelio de la señora Meursault, con la polémica
asistencia del hijo a los ojos de los demás concurrentes; la redacción de la
carta que le solicita Raimundo o detalles nimios como la película que ve en el
cine junto con María bien merecen calificarse según alguno de los tipos más
arriba mencionados, sino varios a la vez. La intervención del protagonista en
el encuentro final de Raimundo con el árabe es el punto culminante en cuanto a
circunstancias halladas y no deseadas. Esta actividad sintética es, para
Ricouer, más clara en el gesto de volver a contar (Ricouer, 1989: 2), que es lo
que justamente realiza el Procurador: su relato es, para los lectores que
conocemos los hechos narrados previamente por Meursault, un raconto.
De la amalgama de estos eventos surge la concordancia discordante o la discordancia
concordante a la que hace referencia Ricouer (1989: 2). La sensación de
displicencia que nos afecta a los lectores por la caracterización de Meursault
en boca de la fiscalía, a pesar de su innegable culpabilidad en el crimen de
que se lo acusa y la falta de empatía, es producto de esa forma discordante a
la vez que concordante que adopta una historia en la que “todo cierra” pero que
deja una sensación de profunda injusticia y opresión. El mismo acusado abona
este sentimiento: “Sin duda no podía dejar de reconocer que tenía razón”.
El tercer elemento propio de la síntesis que propicia la actividad
narrativa es el que se da entre dos tiempos diferentes: el representado por la
sucesión discreta, abierta e indefinida de incidentes y, frente a éste, el que
surge de la integración, culminación y conclusión que construye la historia. El
Procurador, con su relato, extrae una configuración de una sucesión de hechos.
Esta última abarca la primera parte de la novela, en la que el protagonista
refiere los hechos acontecidos, desde la muerte de su madre hasta el asesinato
del árabe, pero sin establecer ningún tipo de conexión entre ellas. Esto genera
una sensación de deriva indefinida en los lectores, que no podemos entender la
referencia a minucias como la película que Meursault ve en el cine en su cita con
María. Frente a la vida relatada por el protagonista, el Procurador sintetiza y
construye con los datos una narración coherente –aunque no necesariamente
justa–, una historia como “algo que dura y permanece a través de aquello que
pasa y desaparece” (Ricouer, 1989: 2).
Finalmente, la construcción de este relato reposa en el estatuto de
inteligibilidad que alcanza. Ricouer, recuperando a Aristóteles, recuerda que
“toda historia bien contada enseña algo” (1989: 3), en tanto que revela
aspectos universales de la existencia humana y, por ello, la narración resulta
más filosófica que la historia. Este carácter filosófico y didáctico se
muestra, en El extranjero, en dos
niveles. Meursault, luego de oír el relato y someterse a las consecuencias que
derivan de éste (condena a muerte, encarcelamiento), arriba a una comprensión
acabada de la existencia del hombre en el mundo: “¡Cómo no advertí que no había
nada más importante que una ejecución capital y que en cierto sentido, era la
única cosa realmente interesante para un hombre!”. Por otra parte, la
sistematización de esta perspectiva convierte a la novela en una obra central
para el existencialismo. Expone en una ficción los postulados centrales de esta
corriente filosófica de gran relevancia para el siglo XX.
La particularidad del fragmento seleccionado y de la operación de
síntesis que podemos observar en él, se hace patente si explicitamos quién es
el primer lector del relato judicial: el propio Meursault, que “lee”/oye la
narración oral que lo tiene como protagonista frente a los presentes y a los
miembros del tribunal. El extranjero
escenifica, a partir de ello, el modo en que narración y vida se imbrican en el
interior mismo de sus páginas. El protagonista de la novela, a su vez personaje
principal de la reconstrucción realizada por el Procurador al final del juicio,
realiza en el interior de la obra “el proceso integrador que solamente se
realiza en el lector” (Ricouer, 1989: 5). Allí es cuando comienzan a
enfrentarse y fusionarse el horizonte de espera y el de experiencia, con un
dramatismo acentuado, al ser Meursault el protagonista del alegato que lo
condenará a muerte, al tiempo que su lector. La narración se convierte, a
partir de entonces, en herramienta poderosa para la mediación entre el hombre y
el mundo, el hombre y el hombre, el hombre y él mismo (Ricouer, 1989: 5-6). El
relato de la justicia ubica al protagonista en sus vínculos con su alrededor y
consigo mismo: “Me pareció reconocer entonces el sentimiento que leía en todos
los rostros. Creo que era consideración”.
A partir de ese momento, sabiéndose condenado a muerte o, al menos, a
una estadía prolongada tras las rejas, comenzará a analizar su vida en
profundidad por primera vez: sus motivaciones o la falta de ellas,
acontecimientos pivotales de los que desconocía su importancia y, finalmente,
el sentido trascendente de la vida humana: “Durante el día tenía la apelación.
Creo que saqué el mejor partido de esta idea. Calculaba los resultados y
obtenía el mayor rendimiento de mis reflexiones […] Pero todo el mundo sabe que
la vida no vale la pena de ser vivida”. Los alegatos se convierten en una
bisagra que dotará de sentido a su vida, a pesar de ir contra su propia
percepción de los hechos (o, incluso, la nuestra, lectores últimos, fuera del
texto). El encuentro de Meursault con su verdad en la vida se produce después
de la narración del Procurador y lo habilita a abandonar su estadio cuasi
biológico de la experiencia vivida previamente, sin cuestionamientos ni mayores
preocupaciones, esa capacidad pre-narrativa de la vida (Ricouer, 1989: 6) de la
que aún no había podido despegarse incluso una vez ya cometido el crimen. A
partir del alegato, lo que se nos presenta es una “semántica de la acción” que
reestablece un proyecto, un objetivo, medios y circunstancias (Ricouer, 1989:
7). Lo lleva incluso a reconocer, en el encadenamiento de episodios que
conforman su vida, historias que aún no fueron contadas y que ofrecen puntos de
anclaje al relato (Ricouer, 1989: 8): es lo que sucede, por ejemplo, cuando
Meursault recuerda “una historia importante que mamá me contaba a propósito de
mi padre” o cuando se pregunta por las cartas de María que ya no recibe (“quizá
se habría cansado de ser la amante de un condenado a muerte. También se me
ocurrió la idea de que quizá estuviese enferma o muerta”).
Sin embargo, la narración que se presenta en el juicio al reconstruir
los hechos de la vida de Meursault no lo favorece en nada a éste. Lo presenta
como un frío asesino con motivaciones profundas para matar. Pese a no adherir a
esa versión de su vida, aunque se muestre pasivo en el momento de defenderse,
el relato ajeno lo habilita a comenzar a construir el propio. Le revela el
procedimiento por el cual podrá darle sentido a los hechos pasados, presentes y
futuros (de haberlos). Lo ayuda a visibilizar la posibilidad de una apelación y
pone en juego sus horizontes de expectativas, los que todo lector posee. En
este sentido, se revela victorioso porque construye la propia historia con la
que otros (la justicia, los medios, la sociedad) le imponen. Su relato pone en
el centro el ajeno y, a partir de él, lo resignifica para encontrar el profundo
absurdo de la vida humana, que es el sentido final de la existencia del hombre
en el mundo. El espacio de la cárcel, al que sólo se lo combate por el impulso
narrativo[1]
que resiste al tiempo detenido en el cautiverio, lo encontrará hasta el final
dilucidando posibles desenlaces para su vida. La prisión se convertirá en el
enclave idóneo para el ejercicio del acto poético en tanto “creación de una
mediación entre el tiempo como paso y el tiempo como duración” (Ricouer, 1989:
2). Allí, donde se pierde toda noción del tiempo, en una sucesión eterna de
días iguales unos a otros, sus reflexiones reconstruirán los hechos
continuamente y dotarán al tiempo que le queda de una duración, una intensidad
que sólo es posible recuperar a través de la narración.
1) c)[1]
Pudimos haberlo evitado. Sí, fuimos los únicos testigos de ese pequeño germen
de caos. Pero, por supuesto, siempre que se vea cualquier asunto en
retrospectiva, es fácil interpretarlo. En ese momento, hasta nos reímos de
ello.
“Sin agua bendita por riesgo de dengue”. Eso decía el ridículo cartel.
Entrar a la catedral y que fuera lo primero a la vista, le restaba solemnidad
al edificio y, no me atrevería a decirlo pero qué más da, también a sus
funciones ultraterrenas. En realidad, en medio de una epidemia, evitar la
reproducción del mosquito era más que práctico (hasta diría que efectivo). Pero
la combinación entre designios divinos y propagación de enfermedades no podía
más que hacernos reír, a nosotros, que estábamos en plan descontracturado de
visita turística, que habíamos viajado miles de kilómetros desde la grosera y
opulenta Buenos Aires. Qué equivocados estuvimos… Dios y las plagas, ¿no era
una relación ampliamente desarrollada ya en la Biblia?
Éramos cuatro en el silencio de la iglesia. Guardando la cámara, porque
no se puede sacar fotos dentro del recinto, la guía nos explicó que sí, que
parecía un chiste, pero el cartel era necesario. Servía para aquietar la
devoción tan acentuada de la concurrencia que, al notar varios días antes la
ausencia de agua bendita, se había escandalizado. El sacerdote de turno les
había explicado que el medio acuático iba a propiciar la multiplicación de casos
de dengue y que no era una falta de respeto a Dios. Los fieles no lo
entendieron así y, clandestinamente, unos días antes de nuestra visita algún
alma devota había vertido el líquido santo en la pila bautismal (en realidad,
no estaba bendecido por ningún autoridad religiosa, pero eso era algo que no
era necesario andar diciendo… Es mejor esta agua a ninguna).
Lo cierto es que este incidente continuó repitiéndose las siguientes dos
semanas que abarcarían nuestra estadía original. Como nos causó gracia el relato,
no pudimos contener las ganas de pasar por la catedral y ver el cartel aún
pegado sobre la pila bautismal. El cartel y el agua, en asociación ilícita.
Nuevos intentos exitosos de vandalismo religioso. El poder de la fe por sobre
el bien de la humanidad. Nos reímos, como buenos cínicos. Deberíamos haber sido
más cautos y previsores.
Semanas más tarde, los casos se mantenían estables. La población de aedes no había aumentado,
misteriosamente, pese a la reincidencia de los terroristas del agua bendita. Lo
contrario hubiera sido grave, dado el contexto político: las elecciones ya
estaban a la vuelta de la esquina. Decidimos quedarnos un tiempo más para ver
de cerca el acontecimiento. Recién comenzaba diciembre y podíamos pedir algunos
días extra en el trabajo. Sin embargo, el arrepentimiento no tardó nada en
llegarnos con el cachetazo del resultado de los comicios: ganaba Morales en la
gobernación y, al mes siguiente, comenzaba la cacería judicial a los –ahora–
opositores políticos. Ojalá hubiéramos visto saboteadores tan vehementes en
materia política como en la religiosa.
Luego, los acontecimientos se volvieron más turbios y confusos. A la
quietud y el sometimiento ante los nuevos gobernantes se le sumaba un extraño
incremento de la concurrencia de feligreses al templo más importante de la
capital. No había nave que pudiera acogerlos a todos. Como nunca antes, la
catedral no daba abasto. Y no me estoy refiriendo a fiestas religiosas
puntuales, de gran importancia para el calendario litúrgico. Todas las misas
diarias atraían a tantas personas que no podían cerrarse las puertas y el
público se agolpaba por permanecer lo más cerca posible del sacerdote. Las
autoridades religiosas dispusieron instalar pantallas para que, desde la Plaza
Belgrano, quienes se quedaban afuera pudieran seguir el rito. El agua bendita
había regresado para quedarse, en el lugar del que nunca debería haber faltado.
El cartel ya había sido despegado de todos los reservorios del líquido y las
manos de los devotos se agolpaban en la pila bautismal, con un fervor nunca
antes visto. Allí enfrente, en el Palacio de Gobierno, no pude más que imaginar
al gobernador espiando complacido por una de las ventanas.
Unos días después, los primeros casos ingresaron al hospital de la zona.
El dengue se cobraba víctimas fatales, aparentemente, porque luego de un
profundo letargo regresaban a la vida con más fuerza que nunca. La vuelta al
mundo de los vivos los encontraba con un ardiente anhelo de vida religiosa:
algunos querían predicar en las plazas y barrios periféricos; otros protestaban
frente a teatros y salas de cine en que se exhibiera cualquier contenido
reputado de inmoral; todos, absolutamente todos, querían asistir a misa dos o
tres veces por día, o la cantidad que fuera que se representara ese acto que
juzgaban puro y necesario. Ningún medio local cubría el fenómeno.
Ante una alerta de leve fiebre de uno de nosotros, nos presentamos en el
hospital local. El médico descartó que se tratara de la enfermedad, pero nos
confesó que le preocupaba mucho la extraña simultaneidad de hechos tan dispares
como los vistos en los últimos días. En ese momento, una mujer ex-paciente
ex-fallecida irrumpió violentamente en el consultorio para increparnos: “¡¿Cómo
puede ser que no estén en la misa?!”. Otros dos entraron para apoyar su plan de
llevarnos a la rastra.
Nos condujeron tirándonos de la ropa hasta sacarnos a la calle. A dos
cuadras, estaba la Plaza. Ahí fue donde vimos que los fieles se organizaban en
patrullas, con macanas y cascos grabados con el escudo provincial y una gran
cruz sobre el símbolo patrio. Aprovechamos la confusión de la multitud (podría
jurar que toda la población de la ciudad estaba ahí) para liberarnos del yugo
de nuestros captores. Nos subimos a un camión y, junto con el doctor, huimos a
las yungas.
Desde allí, planeamos viajar a Buenos Aires y advertir a todo el país
sobre lo que está sucediendo en el norte. Ojalá no la encontremos de espaldas,
como suele estar, mirando hacia el Atlántico, cautivada por otras orillas,
devota de otros aires.
[1] Basado
en hechos reales (el cartel descripto estaba pegado dentro de la Catedral de
San Salvador de Jujuy).